
FRANCIA IRRADIA SU ESPÍRITU REVOLUCIONARIO A TODAS LAS NACIONES DE OCCIDENTE.
Filósofo por sentimiento más que por pensamiento, Juan Jacobo Rousseau ha pasado a la historia por ser uno de los principales artífices intelectuales de la revolución francesa. Su amor sin límites por la libertad, su concepción de que la educación es la palanca “poderosa que debe rehacer el mundo” y su obra cumbre “El Contrato Social”, aún tiene vigencia en el siglo XXI.
Junto a Diderot y D’Alembert fue el autor de la “Enciclopedia” y a diferencia de su contemporáneo Voltaire que miraba hacia el pasado para destruir lo viejo, Rousseau miraba hacia el porvenir edificando “la ciudad del futuro”.
Aunque parezca mentira, en la argentina post revolucionaria de 1810, un joven rousseauista, Bernardo de Monteagudo, hablaba con ardor de Jean- Jacques y soñaba con redactar una Declaración de Derechos para la Constitución de 1811, elaborada a pedido del Gobierno constituido en ese momento por los partidarios de Moreno. ¿Cuál es el significado y el valor de la enorme influencia que el pensamiento francés del iluminismo y de Rousseau en particular tuvo en los procesos de Independencia de América Latina y de Argentina? Desde un principio los revolucionarios habían tratado de resolver la primera cuestión, a saber, acerca del fundamento de la legitimidad del nuevo orden. Y es precisamente allí que Moreno toma la noción de soberanía popular y de contrato social de Rousseau. Todos los principios de libertad que sostenía Moreno se basaron exclusivamente en el derecho a la independencia, soberanía, libertad, igualdad que pregonaba Rousseau cuarenta años antes en Francia, irradiando el fuego revolucionario a todas las latitudes del mundo occidental.
La tradición de la Argentina que rompe con aquella hispano-feudal en 1810, por su composición étnica y su estructura jurídica igualitaria es el resultado de la superación del régimen social de la colonia española y de la puesta en marcha de un nuevo sistema democrático jurídico-político y social.
Para Rousseau » todo gobierno legítimo es republicano», o sea democrático.
Rechazando la soberanía al monarca, Rousseau se pronunciaba abiertamente por la democracia en el sentido lato con que el que explica la palabra en la Carta a D’Alembert: una democracia es un Estado «en el cual los sujetos y el Soberano no son nada más que los mismos hombres considerados bajo diferentes relaciones.» Para Rousseau no hay otro Estado legítimo sino la democracia y es sin duda por prudencia que él emplea el epíteto «republicano» en lugar del término «democrático».
Es en este preciso momento en que nacen dos posturas diferentes de ver la nueva forma de gobierno soberano que se perfilaba para América y para todo el mundo. Por un lado los adláteres de Moreno y de Castelli que tienen concepciones bien definidas alrededor de un proyecto de consolidación del nuevo régimen igualitario, con una nueva legitimidad, una libertad y una justicia y la reinstalación de la razón. Por el otro una línea conservadora moderada representada por Saavedra y sus acólitos en el interior mismo de la Junta de Gobierno.
La llamada ridículamente “grieta” por la prensa hegemónica no es ni más ni menos que la influencia de la revolución francesa en el imaginario de nuestros próceres, algunos de los cuales querían una democracia igualitaria asociada a la economía capitalista de mercado y otros un régimen autoritario cuya frágil concepción del estado mantenía las diferencias entre quienes poseían la riqueza de la tierra y quienes debían trabajarla para vivir.
“Pasaron cosas” desde aquella gesta, pero a pesar de los triunfos históricos y de las luchas sociales, todavía estamos esperando que los preceptos de Libertad, Igualdad y Fraternidad enarbolados aquel 14 de julio de 1879 durante la toma de la Bastilla, de una vez por todas se hagan realidad.
Alejandro Lamaisón