Ácratas

Peripecias de un anarquista de provincia
Nos cayó bien a todos desde el primer día en que lo conocimos y a pesar que duplicaba nuestra edad su buena onda y humor conquistó a todo el grupo, principalmente a nuestras compañeras del Instituto de las cuales solamente Nora no se había acostado con él porque era lesbiana. Se llamaba Luiggi Dellamea y bebía mucho. Era de estatura mediana, cabello entrecano y algo delgado, con una vitalidad poco común para un hombre de cuarenta y pico. Yo, que era apenas un joven recién salido de la secundaria lo veía menos que un seductor implacable, un brillante fabulador de mundos posibles. Nuestro punto de reunión era el bar de Simonal y siempre lo encontrábamos haciendo reír a algún cliente o a los mozos que se le acercaban para pasar un buen rato. Un día me invitó a ir a su casa no sé por qué pero supuse que era por mi tendencia a ser un perdedor nato, situación que a Luiggi le producía mucha gracia. Compró a la pasada una botella de caipiriña y dos limones y tomamos el colectivo ya que después de varias cervezas no teníamos ganas de caminar. Luego de transitar varias cuadras en las que el vehículo se movía como un bote en un Tsunami vomite hasta el alma en el costado del asiento mientras recibía las puteadas de los pasajeros que se alejaban horrorizados de mi como si fuese un leproso. El colectivo giró hacia la arteria principal que circundaba la ciudad y tomó tanta velocidad que cuando pretendimos bajar nos dejó varias cuadras después del destino previsto. Antes de descender noté cierta sorna en la mirada del chofer. Llegamos a una casa de barrio de fachada digna y al entrar me sorprendió la vasta biblioteca que cubría la pared del living. Había muchos libros de Proudhòn y Malatesta y en la parte superior algo de Bakunin. Le pregunté por qué tenía tantos libros sobre los libertarios y me dijo que solamente había leído a Proudhòn y con eso le bastaba ya que el anarquismo había marcado su vida. Ante mi mirada desconcertada me dijo si quería escuchar los motivos de su inclinación por aquellas viejas teorías utópicas que tanto lo conmovían. Me encogí de hombros y le dije que no tenía otra cosa que hacer más que escucharlo. Destapó la botella de caipiriña, sirvió dos vasos y agregó el limón exprimido. Puso un disco de jazz de un tal Oscar Peterson o algo así y nos sentamos en la sala. Bebimos un rato en silencio mientras escuchábamos las cautivantes escalas del pianista. Tomó de la biblioteca el libro de Proudhòn, se sentó con el vaso de caipiriña en la otra mano y comenzó su relato:
Nací en una pequeña localidad ubicada al oeste de la provincia de Buenos Aires que se llama 29 de Septiembre aunque nunca supe por qué razón se llama así, pero la cuestión es que el pueblito era tan chico que nos conocíamos todas las familias a tal punto que el cartero, que era analfabeto, entregaba las cartas sin problemas ya que el jefe de correo se las ordenaba de acuerdo a la ubicación de las casas de manera que cuando se equivocaba y las entregaba mal los mismos lugareños se encargaban de repartirlas correctamente. Mi papá comulgaba con el socialismo anarquista y fue uno de los fundadores de la cooperativa de 29 de Septiembre y mi mamá era maestra. Si bien ambos eran amorosos con mis hermanos y conmigo todavía me duelen los cachetes del culo al recordar el día que me agarró a cintazos cuando quise demostrar que yo también era anarquista. Con un par de rompeportones atados por un hilo mojado con alcohol hice volar la puerta de la vieja Vicinano. Prendí fuego de un extremo del hilo y salí corriendo hacia mi casa. Cuando voló la puerta de la vieja yo ya estaba sentado a la mesa de la cocina con mi mejor cara de yo no fui. Un vecino que pasaba le contó a papá que me había visto encender la improvisada mecha y fue así como acabó mi incursión en el anarco- terrorismo. Papá, como buen ácrata siempre renegó de la religión, motivo por el cual el cura Bidondo le había tomado una antipatía tan desmesurada que en cada sermón de los domingos nombraba a mi familia como “las ovejas descarriadas del pueblo” o “los de la ideología del demonio”. La admiración que yo sentía por mi viejo y los disparates del cura forjaron durante mi adolescencia una notable rebeldía que se profundizó al leer al libertario Proudhòn, pues su filosofía renegaba de todo tipo de autoridad impuesta tanto por el Estado como por la Iglesia. “Dios es el mal”, por ende Bidondo es el mal. Una tarde estábamos en la confitería El Centenario tomando un café con mis amigos y entra el cura Bidondo trayendo una invitación para una quermes con el fin de recaudar fondos. Al verlo grité “toco madera cura pollerudo” y todos se rieron. El cura se me acercó, me miró con ojos de asesino y me pegó una cachetada. Inmediatamente respondí dándole una trompada que lo sentó de ojete.
A partir de ahí mi vida cambió para siempre ya que mis padres tuvieron que sufrir la humillación de ir todos los domingos a misa obligados por el cura para que éste no presentara la denuncia contra mí por lesiones leves, agravadas por su investidura. Recuerdo las miradas socarronas de Bidondo hacia nosotros durante los interminables sermones, desbordantes en referencias mordaces sobre el anarquismo y a mamá llorando de vergüenza a la salida de la iglesia para luego desquitárselas con mi pobre viejo que la escuchaba en silencio.
En el cincuenta y cinco me tocó hacer el servicio militar y me mandaron a la Compañía de Comandos 601 de Campo de Mayo. En ese tiempo la aviación había bombardeado Buenos Aires y a los peronistas se les había dado por quemar las iglesias, así que me mandaron con dos colimbas a hacer guardia en la parroquia de la Asunción de la Santísima Virgen que quedaba en Gaona y Gavilán. Se decía que el cura que estaba a cargo tenía costumbres raras, entre ellas subirse al campanario y mear desde allí. Como siempre, quien podía estar abajo la noche en que al prelado se le ocurrió descargar la vejiga: Luiggi Dellamea. Cuando sentí el líquido tibio sobre mi cabeza instintivamente apunte con mi P.A.M. y disparé una ráfaga hacia arriba en la que afortunadamente sólo una bala dio en el obeso culo del párroco. La vida te da sorpresas, dice la canción de Rubén Blades y es verdad porque ¿sabés quién era el bendito cura al que le había agujereado el ojete?, ¡Bidondo! que desde hacía algunos años lo habían trasladado de la iglesia de 29 de Septiembre porque sus excentricidades daban una mala imagen a la curia del pueblo. Esta vez mi familia no pudo hacer nada a mi favor y tras la denuncia por intento de asesinato fui a parar a la cárcel de Devoto, donde permanecí hasta que un amigo abogado logró sacarme incluyéndome subrepticiamente en una amnistía para presos políticos.
Durante la década del sesenta estuve viajando por centroamèrica hasta que me fui a vivir con una comunidad hippie a la ciudad mejicana de Monterrey. Allí estuve más de diez años conviviendo, pese a las contradicciones, con un nuevo movimiento contracultural en el que combinaba las ideas anarquistas con las del sexo, las drogas y el amor libre, pero en ese momento el ex informante de la CIA devenido a presidente de Méjico Echeverrìa Alvarez no era el más indicado anfitrión para permitirnos desarrollar cualquier tipo de actividad contestataria. Recuerdo que el 8 de noviembre de 1972 estaba subiendo al vuelo 705 de Mexicana de Aviación rumbo al DF escoltado por unos señores de traje y anteojos negros cuyas directivas eran la de invitarme a que me fuera para siempre de su país. A los diez minutos de subir nos informaron que el avión había sido secuestrado por cinco individuos pertenecientes a la Liga de Comunistas Armados, los cuales pedían la inmediata liberación de otros cinco guerrilleros detenidos a cambio de no hacer explotar la nave con todos sus pasajeros. Yo no soy religioso pero creo que en ese momento recé una especie de padrenuestro para que el presidente Echeverrìa Alvarez accediera a entregar a los detenidos políticos. Finalmente, poco después del mediodía los guerrilleros detenidos fueron entregados a sus compañeros y el avión partió rumbo a Cuba. Al llegar al aeropuerto José Martí a uno de los secuestradores se le ocurrió cargar con los explosivos a un pasajero elegido al azar, por las dudas que al bajar se complicara la situación. ¿A quién eligieron? A Dellamea. Todavía recuerdo mis absurdas explicaciones a la policía nacional revolucionaria intentando demostrar que yo no integraba el grupo de secuestradores, que no era un camarada de la LCA, que la revolución me importaba un carajo y que si querían corroborarlo bastaba ver mis pantalones por debajo de los explosivos que transportaba, los cuales estaban llenos de mierda por el terrible sorete que había sentido al llevar obligado la mortífera carga. Finalmente, en medio de confusiones y malos entendidos, los pasajeros volvieron ilesos a Méjico al día siguiente y yo fui extraditado a la Argentina acusado de simpatizar con la guerrilla centroamericana. Mis antecedentes de desestabilizador y el pertenecer a una familia anarquista no ayudaron en nada para que la justicia argentina me viera con buenos ojos. Estuve preso unos meses hasta que se aclaró mi situación y quedé en libertad. Tuve suerte en salir antes del 73, porque si me agarra adentro la dictadura no estaría contando esta historia. Y no es porque haya sido un gran defensor de los principios libertarios (tengo otros como dice Groucho Marx), es que la triple A estaba metida hasta en los inodoros de los calabozos y si se enteraban que yo era de una familia con ideas de izquierda seguro que terminaba “suicidado”.
Ahora en los ochenta, al haberse recuperado la democracia las cosas se ven distintas o al menos yo las veo diferentes. Cuando viajo en el viejo subte de madera de la Línea A y bajo en la estación Congreso veo las siluetas que han dibujado en la pared los artistas defensores de los derechos humanos, cada una de ellas con el nombre de un desaparecido y siento un poco de vergüenza. En esas imágenes fantasmales de rostros vacíos puedo distinguir una cara que me guiña un ojo y desaparece. Es mi propio rostro que me insinúa la posibilidad de haber estado allí de no haberme retirado a tiempo de la militancia anarquista. Pero estoy vivo y ¡que se joda el mundo! El tiempo que me queda por vivir quiero hacerlo a mi manera, disfrutando con amigos, comiendo y bebiendo hasta reventar y mientras pueda acostándome con todas las mujeres que se me crucen, siempre y cuando la máquina funcione.
Me fui de la casa de Luiggi casi cerca de la medianoche justo antes que el efecto de la caipiriña me hiciera caer en la tentación de quedarme a dormir y tomé el colectivo de la misma línea que nos trajo. Mientras escuchaba “Los Dinosaurios” en la radio portátil del colectivero repasé algunos fragmentos del relato de Luiggi y si bien envidié su vida al límite y su indomable libertad entendí que para ser como él tendría que despojarme de mi acomodado pasado, cosa que ya era imposible y renegar de mis limitadas aspiraciones de madurez. Comprendí que en un mundo repleto de llagas que a veces cicatrizan y a veces se vuelven a abrir según lo dispongan los gobiernos mi vida no era la de un perdedor, sino la de un joven de apenas veinte años, que sólo había hecho el amor cuando estuvo de novio dos veces y que afortunadamente había zafado de ir a una guerra anómica y sin sentido por número bajo. Al contrario, quizá yo era el afortunado en un país que avanzaba hacia un destino incierto luego de diez años de oscuridad y las utopías comenzaban de nuevo a observarse en el imaginario y en la mirada esperanzada de la gente. Pensé en aquellos libertarios que soñaron una Argentina solidaria y sin barreras de ningún tipo en la que nunca faltaría el trabajo ni la educación y en la que todos los hombres y las mujeres seríamos iguales, pero la abrupta frenada del colectivo, la sirena de un patrullero y la puteada del chofer me trajeron de nuevo a la realidad.
Alejandro Lamaisón