Aeropuerto como no- lugar

Varado en la nada.

Nuevamente me encuentro en este territorio extraño que algún antropólogo llamó no lugar. Podría ser Ciudad del Cabo, o Buenos Aires, o quizá Lucerna y aun así siento el vacío infinito de estar varado en la nada. Así son para mí los aeropuertos, lugares sin identidad en los que personas anónimas, sin pasado y sin futuro,  deambulan hacia un destino incierto de eterno presente, con sus equipajes abarrotados de objetos inútiles y sus almas vacías de humanidad. Si, ellos y yo tenemos algo en común: la falsa certeza de que estamos ubicados en el mejor de los mundos y la oculta vergüenza de haber perdido el lugar en el que éramos reconocidos como similares, como próximos. Vivimos en una realidad  que se ha  salido de su propio eje y adoramos con  inaudito fanatismo al Dios del dinero, al que le rezamos todos los días para que el goce de comprar ilusiones se prolongue para siempre.

Allí, en ese espacio paradójico lugar- no lugar de variopinta monotonía, mientras espero que habiliten la ventanilla de la aerolínea que me llevará a algún sitio del planeta ella aparece y su brillo me ilumina. Me pregunto qué es lo que la hace sobresalir de la trivial marea humana, como un promontorio que rompe la armonía del oleaje marino. Y la deseo.

Voy a la ventanilla y entrego mi pasaje y pasaporte, no sin dejar de mirarla de soslayo para no perderla de vista pero se me acerca por detrás y desorientada me pregunta por una aerolínea y el destino. Es el mismo que el mío y siento que no existen las casualidades, sino situaciones a las que Jung denominó hechos sincrónicos, mi deseo produce una situación real.

La empleada nos indica la puerta de embarque y después de pasar por la inspección de aduanas la vuelvo a encontrar. Ella me sonríe y ya nada importa. La invito a tomar un café en el free shop.

Marla es su nombre y recóndita su vida, como un laberinto cuya meta excita por el placer de lo furtivo, de lo clandestino. Yo le cuento mi vida y ella me escucha con todos los sentidos más uno. Ese sexto sentido da miedo y ella lo presiente. Me tranquiliza nuevamente con su sonrisa.

En sólo quince minutos hay dos historias de vidas que hacen estallar la precariedad del presente. Ella y yo somos supervivientes en medio de una humanidad desencantada y temerosa, en donde las relaciones personales están destinadas a cierta clase profana de individuos que aún no se ha dado cuenta que nunca quisimos nacer, sino que fuimos vomitados al mundo. Ambos sometemos nuestra libertad a la tiranía de un trabajo letárgico que nos opaca la mayor parte de nuestra existencia y descubrimos que no somos lo que hacemos para vivir, sino que vivimos reprimiendo nuestros verdaderos deseos para sobrevivir.

La conversación se transforma paulatinamente en proyectos compartidos con expectativas de sexo durante los próximos días de estadía en el coincidente destino.

Los parlantes anuncian nuestro vuelo y nos preparamos para viajar. Marla se detiene frente a un negocio y me dice que vaya solo a la puerta de embarque ya que luego me alcanza. A pesar de que no comprendo la dejo sola y un mal presentimiento no me permite entrar al avión. Espero hasta que todos los pasajeros embarcan y la expresión de impaciencia en el rostro de la azafata se transforma en reproche. Le explico que una pasajera aún no ha subido y movilizo al personal de la aerolínea para que averigüen que sucede. Luego de media hora todos me miran con iracunda indignación, que se transforma en paroxismo al descubrir que esa mujer no se registró nunca como pasajera. Subo al avión intimado por las autoridades del aeropuerto y me siento como un desquiciado al que le han impuesto la condena de la resignación.        

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Los años pasan y desgastan su curso en un adagio de tiempo borroso cuya melodía arrastra pensamientos otoñales, añoranzas de otros tiempos cuando el mundo era joven.

Muchas veces me he preguntado si Marla estuvo conmigo aquella vez, o fue mi  profundo deseo de amar a alguien que interceptó un tiempo y un espacio diferente en el que yo era también deseado por ella. Quizá en algún momento ambos nos desprendimos de la cárcel del cuerpo y sobre las alas del amor nuestras almas volaron juntas por el universo rumbo al refugio perdido, a ese verdadero lugar en donde brilla la eternidad.

Nuevamente me encuentro en un no lugar. En realidad  nunca salí de allí. Toda mi vida se limita a la perpetuidad de  permanecer en ese laberinto impersonal donde los seres humanos envejecen buscando el tesoro prometido.  Y sigo allí, triste deidad a la espera del largo devenir de un tiempo sin sentido.

Pero nada es para siempre y me siento cansado.

Ahora la gente pasa ante mí como sombras muertas que opacan cualquier esperanza de felicidad y el único brillo es el de las luces de neón del aeropuerto. A veces alguna silueta emite un tímido destello de vida, pero ya no tengo ganas de levantar la vista y dejo que se apague como el sol del poniente. Y por cada repetido ocaso sé que mi deseo inevitablemente morirá y será sepultado en los nichos de mi mente, junto a la tumba de Marla.

Alejandro Lamaisón

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