El otro Camino

El otro Camino

No podías haber elegido un momento más inoportuno para decirme lo que yo temía que dijeras, lo que yo sospechaba cada vez que tu mano evadía la mía en la caricia inconclusa y quedabas con la mirada fija en un punto de la habitación como si estuvieras leyendo el secreto de la vida, como buscando respuesta al sentido de la existencia, esa existencia que para nosotros había comenzado a opacarse cuando descubrí que no sabías mentir. No, tampoco ese era el momento para que te sinceraras y revelaras tu hastío hacia mi torpe manera de amar en aquellos momentos en que tu ambiguo cuerpo se me entregaba reticente pero tu mirada delataba el vacío de la insatisfacción.

Era lógico que por la excitación de la discusión me distrajera un momento en esa noche en la que las luces de los autos se refractaban en la espesa niebla creando una atmósfera fantasmal de inseguridad. Vos propusiste que nos desviáramos en la primera estación de servicio para esperar que la niebla se disipe, pero a la altura del camino que estábamos era dudoso que encontráramos una. Dos veces tuve que frenar de golpe para evitar el encontronazo con la parte trasera de los autos que emergían como la mirada de un lobo enfurecido tras un telón de bruma gris. Y vimos una fiesta de luces proveniente de los patrulleros y de la ambulancia, seguido por el corte de ruta causado por el terrible accidente fatal en el que aquel policía nos dijo que no podíamos continuar porque una persona había muerto, pero que si queríamos podíamos tomar una carretera paralela a nuestro camino original. Recuerdo que vos ya no estabas tan enojada y por primera vez noté que me mirabas con ternura aunque no quise ilusionarme hasta que llegáramos a destino, ese destino que planeaba un reordenamiento de nuestros sentimientos contenidos durante tantos años de  leer el manual de cómo ser feliz y que nunca alcanzamos a comprender. No recuerdo el arribo al lugar que habíamos planeado, pero a mi memoria llegan algunos fragmentos en el que los dos caminábamos por la costanera inhumana mientras mirábamos el solitario mar y ya no discutías, sólo el silencio de tu mirada  susurraba  herméticas palabras que alguna vez hablaron antiguas ninfas paganas. Veíamos aquella cadena de rocas tornasoladas que ya conocíamos de algún folleto turístico pero al observarlas parecían menos reales que en el anuncio publicitario. En ese momento vos también parecías irreal aún aferrada a mi mano que te sentía tibia pero distante y que dejaba en mí el deseo del abrazo ardiente y pasional sin reparar en el tiempo, ese tiempo huidizo, lineal y breve.

Había algo secreto que los dos sabíamos mientras mirabas el atardecer que incendiaba el horizonte marino. Ese secreto innombrable haría que despertáramos de ese sueño insomne, de ese estado de ilusión pura imposible de experimentar durante la vigilia. Podría ser que estuviéramos soñando, pero vos ya no querías soñar, sólo soltaste mi mano y corriste hacia la ribera del mar, hacia la seguridad de la tierra firme, dejándome sólo e inerme frente al oleaje iracundo que enterraba mis piernas en la arena salina y fangosa. Yo quería seguirte pero estaba paralizado y cuando te pedí ayuda no me escuchaste. La marea implacable  me cubría el cuerpo mientras veía tu pelo otoñal desvanecerse en una danza de algas y sal hasta que desapareciste de mi agobiada vista.

En ese momento me pregunté si realmente valía la pena aferrarse a la vida o si de alguna manera el destino me daba la oportunidad de decidir si debía continuar o no el camino incierto de la existencia sin vos.

Ahora  sí que estaba solo. Esa soledad que me oprimía el pecho y aumentaba el dolor de haberte perdido, ni siquiera podía ser reemplazada por la esperanza de volver a verte aunque sólo fuera una sola vez en la vida, una vida atosigada de indiferencia y sueños incumplidos. Me negaba a aceptar que los días se limitaran a caminar sin rumbo fijo por calles extrañas con la ilusión de volver a verte, de transitar por lugares oscuros como el valle de las sombras sin llegar jamás a destino. Mi dolor era la meta final y su camino la desdicha de no tenerte.

Hasta que no pude más.

Ese día me arreglé como nunca antes lo había hecho y me sentí bien. Caminé por los lugares que siempre había recorrido y me senté en un sillón de la plaza mientras observaba a la gente circular impulsada por la inercia de la rutina cotidiana. Hacía tiempo que nadie registraba mí presencia, por eso me sorprendió la mirada fija en mí de un niño que pasó de la mano de su madre y sostuvo su mirada hasta que desaparecieron en la arboleda del parque. El sol brillaba en  su plenitud cenital. Respiré hondo el perfume de las glicinas en flor y comencé a caminar rumbo a mí casa. A medida que me acercaba aumentaba mi excitación y al ver su fachada amigable la alegría volvió a mi cuerpo.  Me asomé al amplio ventanal que daba a la vereda y te vi  sentada en el living observando acongojada  una foto. Golpeé el vidrio para llamar tu atención pero ni siquiera me miraste, sólo te limitaste a mirar la fotografía hasta que en un temblor de angustia el llanto cubrió tu rostro. Un terror inexplicable me invadió cuando la segunda vez que golpee la ventana te paraste y me diste la espalda. Algo me decía que no debía entrar a mí casa y si lo hacía ya nada sería igual. Lo pensé unos segundos y tomé la decisión. De un golpe abrí la puerta.

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