El último día

Enawene Nawe
El rítmico golpeteo del kaiyum dejó de sonar al teñirse de oro la alborada selvática. Kanawe acarició el hierático instrumento con la delicadeza propia del ritual chamánico en el que se invocaba diariamente nada menos que el milagro del despertar de la tierra, la responsabilidad ineludible de hacer salir el sol. Un sólo día que no lo hiciera la noche eterna caería sobre el mundo y él, Kanawe, sería el único responsable.
Cargó sobre sus espaldas el tambor sagrado y regresó costeando el borde del vasto río. Sobre la rivera derecha la selva se abría en una extensa sabana cuyo paisaje difuso permitía ver a grandes distancias. Kanawe observó en el horizonte una amenazante aglomeración de nubes opacas que profanaban el cielo diáfano y sintió una extraña sensación de intranquilidad. Hacía ya tiempo que la ceremonia de nacimiento del día le demandaba más tiempo de lo normal, debiendo reforzar el ritual con el uso de las maracas. Era como si el sol se resistiera a repetir su cotidiana manifestación.
La preocupación no era baladí. Ya sus ancestros, en una de las comunicaciones chamánicas con el otro mundo, le habían alertado de la coincidencia entre la irrupción del hombre blanco en la selva y el deterioro de la armonía universal. Los hombres-máquina envenenaban su selva con los pájaros de lluvia y quemaban sus plantaciones para reemplazarlas por arbustos pequeños en son de obtener riquezas impensables para el espacio mental de los enawene-nawes. Si la madre tierra era agredida ya no querría proteger a sus hijos y nunca más encendería el fuego vital del astro rey.
Para los enawene-nawes era esencial mantener el equilibrio y la armonía entre la naturaleza y el mundo de los espíritus. Su universo tenía dos niveles y entre ambos vivían ellos. El nivel superior era el hogar de los enore nawes o espíritus celestiales, dueños de la miel y de algunos insectos voladores. Estos acompañaban siempre las expediciones de recolección y protegían de los peligros del mundo. El nivel subterráneo era el mundo de los yakaritis o espíritus del infierno, dueños de los recursos naturales. “Si agotas la tierra y la pesca los yakaritis se vengarán matando a todos los hombres”.
No había duda. El mal sobrevolaba la tierra y Kanawe no podía quedarse de brazos cruzados. Se prometió a sí mismo que después de las fiestas del Keteoko pediría de manera urgente consejos a sus antepasados.
El ruido de un pájaro máquina lo sacó de sus cavilaciones. Miró hacia arriba y lo vio vomitar una espesa nube de vapor amarillento que le produjo un leve ardor cuando algunas gotitas le cayeron sobre la cara, pero continuó con su fatigoso paso.
Al llegar a la aldea el sol ya irradiaba en su plenitud. Las mujeres comenzaban a limpiar las malocas comunales mientras los niños se desperezaban abrazados a sus mascotas. Un curioso coatí inspeccionaba las bayas de acaí traídas por las familias en sus excursiones de recolección. Para el banquete de la miel los hombres ya habían juntado gran cantidad del néctar silvestre y lo habían escondido para empezar a repartir justo en el momento en que las mujeres comenzaran a bailar. En la aldea de los enawene-nawes todo se compartía, incluso las mujeres ya que no existía en absoluto el derecho de propiedad.
La jornada de trabajo de Kanawe aún no había terminado. Debía recibir a los hombres de la caza y la pesca para el diario ritual en el que los espíritus celestiales prometían la abundancia de miel y peces.
Una vez al año, durante la temporada de lluvias, tras aspirar el humo sagrado, Kanawe entraba en trance, abandonaba la tierra y viajaba al iwa, el dominio de los espíritus de la selva. Accedía a este lugar a través de una puerta que tomaba la forma de un refugio de caza, un portal entre dos mundos. Aquí se encontraba con las almas de sus antepasados con las que platicaba y reflexionaba. A veces estas le anticipaban el futuro por lo que al volver al mundo Kanawe podía prevenir enfermedades, predecir accidentes y así cumplir la función de chamán.
Esa tarde Kanawe violó la tradición y anticipándose a la temporada de lluvia decidió viajar al iwa, pues se sentía impotente ante el avance del hombre blanco y sus máquinas depredadoras.
Se encerró en una maloca, invocó a los espíritus de la tierra y el cielo y poco a poco su cuerpo y alma se esfumaron junto con el humo sagrado.
En ese preciso momento, en las cercanías de la aldea, en medio de la espesura del Mato Grosso, los hombres de Moderinc finalizaban sus tareas envueltos en el grasiento sudor acumulado durante toda la jornada laboral. Sólo el pequeño grupo de mercenarios se mantenían dudosamente limpios ya que durante el día sólo trabajaban cuando el capataz los necesitaba para algún trabajo de “solución definitiva”.
Al oeste, la avioneta fumigadora de la compañía realizaba el último vuelo de trabajo, escupiendo su letal nube de herbicida naranja para exterminar los últimos vestigios de vegetación.
Hacía ya dos años que los codiciosos fazandeiros se habían apropiado de más de ciento cincuenta mil kilómetros cuadrados de selva. El resultado estaba a la vista. Desertificación, flora y fauna aniquilada, homicidio de gran parte de la población nativa, que perecía menos por la violencia que por las enfermedades comunes del hombre blanco. Su objetivo: el monocultivo transgénico y la palma aceitera para la elaboración de bioetanol.
La monja Dorothy Stang de la orden de las Hermanas de Notre Dame lo sabía y pagó con su vida el intento de denunciar a las autoridades gubernamentales el exterminio. Los asesinatos no cesaban. Cada hectárea de selva desmontada se cobraba su cuota de sangre la cual recaía siempre sobre los pueblos nativos, quienes se resistían al trabajo esclavo que ofrecían las faziendas y en menor medida sobre los defensores de los derechos humanos.
La noche que los fazendeiros llegaron a la aldea de los enawene- nawes, algunos nativos y su cacique intentaron detener la invasión con sus primitivas armas de caza, pero la superioridad bélica de los mercenarios fue contundente. Ocho padres de familia asesinados, niños abrazados a sus madres mirando con estupor el siniestro espectáculo y los alaridos de alguna mujer víctima del ataque sexual de los invasores fue el inevitable desenlace. Una vez más el imperio del espíritu se doblegó ante la hegemonía del poder materialista, donde la civilización y la barbarie invirtieron su significado: El civilizado asesinaba y el bárbaro era despojado de su sabiduría. Los mercenarios de Moderinc, no satisfechos con el exterminio de la tribu, necesitaban eliminar al chamán. Sabían que si no lo encontraban, éste podría llegar a arrastrar a las tribus vecinas a la rebelión.
Luego de incendiar las malocas los fazendeiros se ocuparon toda la noche de rastrear los alrededores de la aldea hasta que uno de ellos vio una silueta difusa que se contorneaba entre la espesura de los matorrales. Era Kanawe que regresaba del iwa y que corría llevando consigo el instrumento de la vida, la armonía musical del universo, el gran tambor del sol. El nativo corría como felino y la selva se le incrustaba dentro de sus piernas desnudas, laceradas por la torpeza de la disparada súbita pero esencial. Sabía que si lo atrapaban los hombres- máquina lo aplastarían de la misma manera que habían aniquilado a sus hermanos y devastado las plantaciones de la pequeña aldea. Corría para salvar no su vida sino la de todos los seres vivientes de la tierra, no por miedo a la muerte, sino por la encomiable responsabilidad heredada de sus ancestros:
“Tocarás el tambor todos los días para abrir el ojo rojo del de arriba, y su luz vital dará los peces al río, los jabalíes a la selva y a los árboles el fruto y las mariposas danzarán en los cabellos de las mujeres que llevan en su pecho el dulce néctar de la vida”.
Una leve ventaja sobre sus seguidores le permitió descansar un momento. Apoyó el cuerpo sobre el tallo de una palmera y esperó alerta, escuchando el ir y venir de sus perseguidores que no se resignaban a abandonar su cometido. Podía seguir oculto todo el tiempo que quisiera, pero ya se acercaba la hora del alba y debía comenzar el ineludible ritual del sol. No había alternativa. Sin pensarlo dos veces inició la ceremonia. Ni bien sonó el primer golpeteo del kaiyum los mercenarios le cayeron encima.
Un hombre con extraña vestimenta lo golpeó en la cara haciéndole perder el equilibrio, situación que aprovecharon sus acompañantes para quitarle el tambor. Kanawe comenzó a pedir desesperadamente que le permitieran tocar su instrumento sagrado, que le permitieran abrir el nuevo día, pero sólo logró la risa burlona de los esbirros asesinos. Uno de ellos tomó el tambor y los guardó en la parte trasera de su máquina, de la cual extrajo un extraño artefacto metálico y le apuntó a la cabeza. Antes de cerrar para siempre sus ojos, Kanawe miró hacia el oriente y sólo vio el oscuro rostro de la noche ocupando el otrora lugar del amanecer.
En la espesura de la selva el aullido quejumbroso de un mono capuchino desgarraba las formas opacas del alba inconclusa, de la aurora aciaga, del último día de sol sobre la tierra.
Alejandro Lamaisón