JULIÁN DE HUMAHUACA

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Un bello relato de un entrañable amigo .

Explotación del trabajador azucarero

EL TRABAJADOR AZUCARERO.

JULIÁN DE HUMAHUACA

Se le habían puesto viscosos los ojos por efecto del alcohol. Entró al boliche a los empellones contra sillas y parroquianos. Acodándose en el mostrador pidió la caña quemada que acostumbraba  y que ese día cargaba por demás. Julián, indio puro de Humahuaca, se mandó el vaso de un sorbo y su mirada se extendió a otras lejanías, más concisas, más palpables, más entrañables que aquel Ledesma absurdo con su olor a Bagazo, quemándolo por dentro y su ruido a fábrica, metálica, hierrosa. Pidió un trago más y un tanto más despacio, como si la sed se le hubiese aplacado con el envión del primero, comenzó como siempre a filosofar con el verde trasluz del vaso, donde todo se deformaba, incluso la realidad.

Julián venía del cerro adentro y pelado. Venía de un destino de llamas y alpaca que se cargaban de pura sal. Venía del frío transido de un puesto de Tres Cruces, donde el frío y la helada arreciaban tanto en julio como en enero. Y ese calor subtropical de la Caña de Azúcar lo ahogaba.

Julián extrañaba. Y el indio, cuando extraña, es de verdad, sin vueltas, ´porque tiene la tierra metida en las tripas y su sueño es ser osamenta, un día, en el albor de los cóndores del cielo.

Esta selva húmeda de machete y mierda no le gustaba, aunque sabía que era su sustento mejor y que de ello vivía su gente, la que había quedado en el rellano de Jujuy, con sus mares de sal inmensos y sus fantasmas sueltos en los coquenas de la abras.

Julián extrañaba y había estado pensando macanas desde que se levantó ese día de franco. Miró el vaso vacío y se observó las manos duras como cuero seco. Si las palmas parecían hechas de suela  y sus uñas gigantes inmundas de tierra y dulce de tanto machete.

Puteó para adentro su bendita suerte y pidió otra. Otra caña quemada que le hacía arder el estómago y transpirar la frente con gotas gruesas, salinas.

Un par de lágrimas de alcohol, el pedo sin resignación, brotaron de sus ojos lejanos y se le metieron culebreando por los pelos hirsutos del bigote ralo y la barba escasa y dura.

Mierda de vida la que hacen los peones, aquellos que se contratan por nombre de cosechas, “Massey Fergusson”, “Fiat”, “John Deer”y tantas otras con nombres extranjeros. Pedazos de hijos de puta los capataces que no andaban con vueltas a la hora de descontar jornales o aplicar unos guascazos cuando los brazos se cansaban de pegar y pegar con el machete. Todo valía, con tal que allá comieran. Con tal que a la Azucena no le falte nada. Si, de antemano sabía que la pobre había tenido que aceptar unos pesos bolivianos mugrientos de parte de un vendedor de baratijas que se le cargó en la pieza delante de los chicos. Después de todo, el hambre se mitiga aún con eso. Lo peor fue enterarse y no poder hacer ni un rezongo, si al final, la pobreza daba para todo.

La borrachera lo hacía imaginar cosas, veía a su mujer en brazos de otro y la angustia le recorría las venas como sangre espesa.

Estuvo a punto de seguir con el alcohol, pero algo lo hizo frenarse.

Fue el recuerdo reciente de una  descompostura brava que casi lo mata.

Lo habían encontrado en el suelo, al lado de la huella de los tractores cosecheros. Estaba como muerto.

Salió medio de costado y haciendo un evidente equilibrio para no caerse. Nadie dijo nada. Enfiló para la soltería mugrienta y se acostó en un catre duro de hierro pelado y se durmió mirando las telarañas del techo. Ese día soñó. Y en el sueño fue ángel y fue dios, fue bueno y fue hermoso. Se soñó hombre y no bestia. Y por un rato, lo que dura el sueño  del alcohólico, fue feliz.

ALBERTO MATÍAS CARRILLO

Periodista y escritor nacido en Jujuy. Es fundador de grupos literarios. Ha publicado sus obras de poesía y narrativa en periódicos de ésta provincia. Se desempeñó como periodista en la Dirección de Prensa de Casa de Gobierno de la provincia de La Pampa.

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