PANDEMONIO

Punto de inflexión
Ni bien abrió los ojos Martín recordó que ese era el día, el Gran día y al levantarse sintió que su cuerpo le crujía como un armario viejo, haciéndole sentir el implacable peso de los años. Desde el momento que encendió la televisión sólo se habló del mismo tema: periodistas vocingleros, intelectuales parlanchines y gurúes mediáticos debatían incesantemente si la culpa era de los adultos o de los jóvenes, si era que los padres ya no marcaban los límites o era la ausencia de referentes producto de una sociedad consumista e individualista, si este día fijado por los adolescentes sería sólo un alerta ante tanta sordera generacional o si se llegaría hasta las últimas consecuencias.
¿A partir de cuando las cosas cambiaron?
No existe un antes y un después, una causa efecto. Ni siquiera una fecha aproximada para determinar el momento en que se produjo esa ruptura con la linealidad de la historia, con el “siempre fue así” al que estábamos acostumbrados. Quizá solo fue una circunstancia que aprovecharon los chicos para torcer el rumbo temporal o simplemente fue que los adultos se cansaron de llevar a cuestas tantos años de acumulación de autoridad en un mundo donde la prudencia, la cordura y el equilibrio sólo servían para que los jóvenes disfrutaran del excedente del sistema sin asumir ninguna responsabilidad. Y eso fue precisamente lo que cambió. Ahora los adultos gozaban, se relajaban y saboreaban los frutos obtenidos durante generaciones de aquel viejo poder ascético y circunspecto que otorgaba la madurez.
Un punto de inflexión.
Si, fue en la sutil batalla de la política el lugar en que los adolescentes obtuvieron la primera victoria al permitírseles elegir a sus gobernantes, facultad hasta ese momento privativa exclusivamente de los adultos. Luego, poco a poco, la mayoría de los políticos fueron delegando en los jóvenes la responsabilidad en la toma de decisiones, hasta que en un momento dado se los encontró ocupando los principales puestos gubernamentales.
Martín se preguntaba para que tanto palabrerío estéril ahora que ellos ya habían tomado la decisión. Si al menos se hubiesen percatado unos años antes, cuando los chicos, a través de las redes sociales comenzaban a renegar del orden establecido se podría haber intentado dialogar con ellos o al menos evitado aquellas reuniones que la mayoría de los jóvenes hacían escamoteando la vigilancia de sus padres, o haber tomado en serio aquellos manifiestos sediciosos que muchas veces se leían en las pantallas gigantes de la calle y que ningún adulto comprendía. Pero ahora, cuando ya era tarde para negociar, las cosas empezaban a tener un nuevo sentido, como una síntesis dialéctica en la que lo ideal y lo material se conjugaban en un nuevo orden universal. “Hemos comparado la conducta arquetípica del hombre con la conducta instintiva del animal. Pero indudablemente el hombre no es solamente un ser de instintos. El hombre es un ser que trasciende lo natural y la conducta arquetípica que opera como si fuera instintiva, lo retiene en una situación que cómo hombre debe superar. En determinadas ocasiones también el animal puede seguir conductas instintivas que no corresponden. En algunos experimentos se ha reemplazado huevos por bolas de marfil y la gallina clueca seguía su tarea de calentar y de empollar impulsada por la ceguera de su instinto. Indudablemente se trata de un caso excepcional. Pero esto que es excepción en la vida del animal es lo normal en la vida del hombre y la conducta arquetípica lo lleva muchas veces a creer que empolla huevos cuando en realidad está sentado sobre bolas de marfil. Sic. Abraham Haber.”
Apagó el televisor y pensó en su difunta esposa, ya no con la aflicción melancólica de la pérdida, sino con el sosiego y la tranquilidad de que ella ya no vería cómo sus dos hijos llegaban a la adolescencia destrozando esos cánones de amor materno que instintivamente ella había desplegado durante su exigua existencia.
Antes de salir rumbo al trabajo, se asomó al dormitorio de los hijos y vio que no estaban. Al salir a la calle observó que un grupo de jóvenes escribían frenéticamente en las paredes nuevas leyendas que en un momento fueron ininteligibles pero que ahora, en la vorágine de los acontecimientos, significaban ineluctablemente una verdadera revolución. Algunas parejas bailaban al ritmo de una estridente música exótica profanando violentamente la leve quietud del amanecer.
Cuando Martín llegó a su trabajo todo el mundo hablaba de lo mismo. A diferencia de otros días nadie reía. Una atmósfera viciada de recelo y temor invadía cada rincón de las oficinas y se reflejaba en los rostros desencajados de los empleados. Muchos de ellos habían faltado y los pocos que estaban se agrupaban desordenadamente, algunos tratando de hilvanar una conversación coherente ante tanta incertidumbre.
La compañera de escritorio de Martín se acercó y lo abrazó en una explosión de llanto.
-¿Crees que lo harán?- preguntó Norita entre espasmos de lágrimas.
– No hay señales que se echen atrás- afirmó Martín.
-Intenté hablar con mi hija y hasta le pregunté si me culpaba por la separación de su padre pero ni me escucha ni me contesta nada.
– En mi caso no podrían culparme de la muerte de su madre pero a veces pienso que todo el dolor y odio contenido pueden estallar en cualquier momento- dijo Martín.
– ¿En qué nos equivocamos?
– En nada, sólo que aquello que nosotros creíamos que era lo correcto, todos aquellos valores que jamás pondríamos en tela de juicio, todo eso se derrumbó.
Al terminar la jornada laboral Martín solamente quería llegar a su casa y dormir profundamente, quería bloquear definitivamente esos pensamientos que le congelaban el alma como un frío viento de otoño y lo transformaban en un ser otoñal con pensamientos otoñales. Definitivamente ya nada sería igual.
Un sentimiento menos de miedo que de angustia lo invadió cuando al regresar se cruzó nuevamente con las pequeñas bandas de adolescentes que se agrupaban en los distintos barrios escuchando música, siempre la estridente música que penetraba el cerebro como pandemonio esquizofrénico.
Al llegar a su casa estacionó el auto frente a la puerta y entró. El living estaba repleto de jóvenes bebiendo y fumando hierba. Al ver a su padre el hijo menor apagó instintivamente el cigarrillo y todos largaron una irrespetuosa carcajada, entre miradas de burla y chistes sarcásticos. La música a todo volumen coronaba el ambiente de irreverencia. Martín saludó y les pidió por favor que bajaran la música y que no fumaran dentro de la casa. Un adolescente de mirada vivaz y cuerpo de enano bajó el volumen y todos apagaron sus cigarros. Al entrar a la cocina su hijo mayor le estaba preparando el almuerzo.
-Hola, viejo, te hice un omelet.
-Está bien, gracias hijo, pero ¿a qué se debe tantos chicos en el living?
– A nada.
– No es común.
– No-, dijo el mayor mientras le servía la humeante comida.
– ¿Y entonces?- insistió.
El hijo mayor lo dejó sólo como si no le hubiese preguntado nada y se unió a los demás jóvenes que charlaban con total normalidad en la otra habitación.
Al terminar el almuerzo, Martín miró por la ventana que daba al patio y vio las ramas de los fresnos despojarse de las silentes hojas en un baile de brisa fría.
En ese momento pensó que podía explicarles, que podía demostrar que había entendido y que aún había una oportunidad, pero estaba cansado, tan cansado del peso de los años, del esfuerzo inútil de llevar esa densa carga de soberbia y de falsa madurez que prefirió permanecer allí sentado hasta que el reloj de pared marcó las tres de la tarde. Sus dos hijos entraron a la cocina seguidos por otros adolescentes y comenzaron a rodearlo uno a uno.
– Papá, creo que ya es la hora- dijo el mayor.
– Lo sé, hijo, pero… ¿podría despedirme de Norita?
– Sabés bien que no tiene sentido.
– ¿Y si la llamo?
– Como quieras.
Martín marcó el número y espero que sonara varios segundos. Nadie contestó.
Volvió a marcar nuevamente y esperó. Los jóvenes que lo rodeaban comenzaban a impacientarse. En el living alguien subió el volumen de la música y el hijo menor comenzó a cerrar una a una las ventanas hasta dejar la casa en una hermética penumbra.
– ¿Estás listo?- preguntó el mayor.
– Si, pero quiero saber una cosa.
– Que.
-¿Serviría de algo decirles que lo comprendí?
-Ya es tarde.
-¡Pero!…
-¡Por Dios, papá!, no lo hagas más difícil.
-Entonces estoy listo.
Afuera, en ese preciso instante, miles de ventanas se cerraban herméticamente en todas las casas de la ciudad, de cuyo interior sólo se oía, multiplicado por el viento, el pandemonio esquizofrénico de la estridente música.
Alejandro Lamaisón